El primer ministro de Israel, el príncipe heredero de Arabia Saudita y el presidente de Estados Unidos. Un acuerdo que cambiaría la diplomacia en Oriente Próximo.
En octubre de 2022, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, arremetía contra el régimen saudí y le amenazaba con graves consecuencias, después de que este hubiera recortado la producción petrolera en plena escalada de la inflación y en vísperas de elecciones en el país norteamericano. El 15 de septiembre de 2023, cuando se cumplen tres años de los Acuerdos de Abraham entre Israel, Emiratos Árabes Unidos y Baréin bajo mediación de EE UU, Washington negocia frenéticamente para lo que sería la madre de todos los acuerdos en Oriente Próximo.
Un pacto que implicaría el establecimiento de relaciones diplomáticas entre Arabia Saudí e Israel.
La semana próxima las conversaciones apretarán el paso: Biden se reunirá en Nueva York la semana próxima con el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, durante la Asamblea General de la ONU, según ha anunciado este viernes la Casa Blanca. En la agenda figuran asuntos como abordar la visión para una región más integrada en Oriente Próximo y cómo hacer frente al gran adversario común, Irán.
Las negociaciones llevan meses en marcha. El acercamiento es tan tangible que esta semana una delegación israelí ha viajado por primera vez de forma pública a Arabia Saudí, pese a la ausencia de relaciones diplomáticas. El motivo —la reunión en Riad del Comité de Patrimonio Mundial de la Unesco, que concluye el próximo día 25— importa menos que el simbolismo. Ese viaje se sumaba al de Brett McGurk, responsable de Oriente Próximo en el Consejo de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, y la secretaria de Estado adjunta Barbara Leaf la semana pasada. El secretario de Estado, Antony Blinken, había visitado Riad en junio.
Muchos de los elementos para un camino hacia la normalización se encuentran sobre la mesa, aseguraba el consejero de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, Jake Sullivan, de camino a la cumbre del G-20 en Nueva Delhi el fin de semana pasado. Pero también puntualizaba que aún queda un largo trayecto por recorrer: No tenemos un marco formal. No tenemos los términos (del acuerdo) listos para la firma. Todavía queda mucho trabajo por hacer.
Para Estados Unidos, un pacto entre dos de sus principales aliados en Oriente Próximo sería un enorme triunfo. Tiene mucho que ganar de la amistad entre el país con un ejército más poderoso en la región y el Estado líder espiritual —y económico— del mundo árabe. El acuerdo daría estabilidad a la zona que ha acaparado durante décadas los intereses estratégicos de Washington y, previsiblemente, le permitiría liberar recursos y atención para dedicárselos a sus dos grandes frentes abiertos en política exterior: su rivalidad con China en Asia Pacífico y la guerra en Ucrania frente a la Rusia de Vladímir Putin.
El pacto también representaría un importante espaldarazo para la Administración Biden, especialmente si se fuera a plasmar —algo improbable hoy por hoy— en los meses previos a las presidenciales de noviembre de 2024. Superaría el tanto que se apuntó el Gobierno de Donald Trump con los Acuerdos de Abraham. Y reafirmaría la posición de Washington como referente en Oriente Próximo, después del golpe que supuso que Pekín propiciara el acuerdo diplomático entre Arabia Saudí y Teherán la pasada primavera.
Sería una gran victoria geopolítica y geoestratégica para Estados Unidos. Sus intereses y políticas siempre se han visto constreñidos por la constante realidad de que sus principales socios en la región rechazan hablar entre sí, apunta Paul Salem, director del Instituto para Oriente Medio en Washington, en la página web de este centro de estudios.
A Israel y a Arabia Saudí también les conviene el acuerdo. Para el Gobierno de Benjamín Netanyahu, la normalización de lazos con el reino wahabí sería un inmenso triunfo diplomático. En 2002, Riad propuso una importante iniciativa de paz, aprobada y después ratificada por la Liga Árabe, cuya base (el establecimiento de relaciones con Israel pasa por el fin de la ocupación militar y la creación de un Estado palestino) es justo lo contrario de lo que han hecho desde 2020 Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Marruecos y Sudán.
Uno de los objetivos de Israel es contener la influencia en la región de su archienemigo, Irán, sobre todo a través de la milicia libanesa Hezbolá. Riad y Teherán acaban de culminar, con la llegada de los embajadores a las capitales, el restablecimiento de relaciones diplomáticas, tras siete años de ruptura, pero se siguen mirando con desconfianza y compiten por la hegemonía regional. Hay también un enorme potencial económico en juego, como lo definió Netanyahu, para quien el acuerdo sería también un triunfo personal cuando su popularidad cotiza a la baja por su reforma judicial, que ha generado siete meses de manifestaciones multitudinarias.
Arabia Saudí, por su parte, se plantea que disminuir la tensión con sus vecinos es la condición previa para que el país se concentre en las ambiciosas reformas internas recogidas en la agenda 2030, la hoja de ruta del príncipe heredero Mohamed bin Salman para acabar con la casi total dependencia de la economía del país de los ingresos del petróleo. Riad ha considerado que la mejor forma de apoyar sus objetivos nacionales de desarrollo económico y seguridad interior es mitigar las tensiones regionales mediante más diálogo y diplomacia, explicaba recientemente a este diario por correo electrónico desde Doha Anna Jacobs, analista sénior para el Golfo del International Crisis Group.
Pese al interés de todos, se interponen grandes obstáculos que hacen improbable que se cierre algún tipo de pacto a corto plazo, desde luego antes de las presidenciales de noviembre de 2024.
Por un lado, están las demandas que plantea Arabia Saudí a Washington. El régimen wahabí pide a su protector militar una garantía de seguridad similar a las que disfrutan los países de la OTAN; esto es, que en caso de ataque contra su suelo Estados Unidos esté obligado a intervenir militarmente en su defensa.
La firma de un tratado al estilo OTAN parece casi imposible. La legislación estadounidense obliga a que los tratados tengan que ratificarse en el Senado con una mayoría de dos tercios de la cámara, 67 votos. Los demócratas solo tienen 51 escaños. No es impensable que se les sumaran legisladores republicanos, dado que ese partido tradicionalmente ha mantenido un apoyo incondicional a Israel. Pero también es probable que senadores demócratas del ala más progresista votaran en contra, como crítica a una Arabia Saudí a la que reprochan su deplorable historial en derechos humanos o su papel en la guerra en Yemen.
Una opción es adoptar una fórmula similar a la que han firmado este miércoles EE UU y Bahréin, un Acuerdo Exhaustivo de Integración de Seguridad y Prosperidad por el que Washington se compromete a defender al emirato de posibles ataques. Según un alto cargo del Gobierno estadounidense que ha hablado bajo la condición del anonimato, el documento no llega al nivel de un tratado pero es una promesa legalmente vinculante para neutralizar conflictos en Oriente Próximo. Al anunciar el pacto, el secretario de Estado, Antony Blinken, apuntaba que puede servir de marco para otros países que deseen unirse en el fortalecimiento de la estabilidad regional, la cooperación económica y la innovación tecnológica.
Riad también reclama un programa de energía nuclear de uso civil, que quiere que Estados Unidos le facilite. Algo que, según apuntaba el antiguo negociador estadounidense en Oriente Próximo Martin Indyk esta semana en una charla en el Instituto Lowy, abre el potencial para la proliferación nuclear.
El papel israelí tampoco está exento de problemas. El acuerdo que se negocia incluye concesiones a los palestinos y Netanyahu difícilmente podrá pagar el precio sin dejarse en el camino a sus socios ultraderechistas de coalición. De momento, asegura que las concesiones a los palestinos pesan mucho menos de lo que se cree en el diálogo y las ha comparado con una casilla de un formulario que toca rellenar para cumplir.
Pero es un punto en el que Estados Unidos, y los legisladores demócratas que respaldan la solución de los dos Estados —el israelí y el palestino—, no están dispuestos a transigir. Sin un componente palestino, este acuerdo de paz no sería sostenible, opina Indyk.
Arabia Saudí, custodio de los Santos Lugares del Islam (La Meca y Medina), tampoco puede ceder en este punto. Una encuesta del Centro Árabe para la Investigación y los Estudios de Política (ACRPS, en sus siglas en inglés) de enero elevaba al 84% los ciudadanos de países árabes que se oponen al reconocimiento de Israel. Un rechazo a cuenta, fundamentalmente, del problema palestino.
Es improbable, reconoce el veterano diplomático estadounidense, que la ultraderecha israelí acepte concesiones. Estos socios de la coalición de gobierno han montado esta semana en cólera por un asunto mucho menor: la transferencia a las fuerzas de seguridad de la Autoridad Palestina de 18 todoterrenos, financiados por Estados Unidos. Una polémica que, a juicio de Amos Harel, comentarista del diario Haaretz, subraya el poco margen de maniobra que tiene Netanyahu y lo difícil que tendrá aceptar las peticiones saudíes de concesiones a los palestinos. Pero —apunta Indyk— Netanyahu deberá escoger entre respaldar a los radicales o poder presentarse ante sus conciudadanos como el gran negociador que logró pactar con los líderes del mundo árabe.
Mientras tanto, Arabia Saudí acaba de prorrogar tres meses los recortes en la producción de petróleo. Esta vez, el Gobierno estadounidense ha mantenido un discreto silencio sobre esa decisión.
El País de España